Anoche volví a fumarme un cigarro en la ventana. Dios mío, la última vez que lo hice fue poco antes de dejarlo con él. Hablábamos por teléfono y los dos nos fumábamos el último antes de acostarnos. Como si estuviésemos en la misma habitación. Y no decíamos nada, manteníamos esas conversaciones en las que el cincuenta por ciento del tiempo estás callado pero intuyes su sonrisa al otro lado de la línea y tan solo oyes su respiración. No estábamos enamorados, pero tampoco eso importaba demasiado. Jugábamos a que nos queríamos y fingíamos que la relación de verdad nos importaba. Los dos lo sabíamos, pero nos gustaba así. Quizás por eso no funcionó. Porque no era ÉL, el apropiado, el CHICO que daría un auténtico significado a los días pendientes del móvil, las llamadas a medianoche y a las miradas y caricias furtivas. Pero tampoco lo fueron los demás. Cuando se acabó decidí dejar los cigarros de antes de acostarme, por eso que dicen de que el tabaco viene asociado a determinados momentos como el de después de un baño en la playa o el que viene acompañado de un mediano en cualquier cafetería.
Ayer fue distinto. El móvil estaba encima de la mesilla, y no había nadie al otro lado. Tampoco había nadie en la habitación, ni siquiera en la calle. Estaba yo sola, pensando en nada, recordando lo distintos que fueron esos cigarros en otros momentos. Tampoco me importó demasiado. En cierto modo lo agradecí. Parece ser que el significado de las cosas cambia con el tiempo, y di gracias por ello.
Recordé algunas rimas de Bécquer: Hoy los cielos y la tierra me sonríen, hoy llega al fondo de mi alma el sol. Pero no le he visto, ni me ha mirado, pero aún así sigo creyendo en Dios. Y no tengo prisa.